lunes, 25 de abril de 2016

Gerardo Deniz



EXPERIMENTUM CRUCIS

El otro día tuve el honor de charlar con un conocedor de poesía que aúna a la solidez y hondura de la doctrina una rara facultad ilustrativa.
            La conversación no tardó en abordar el clásico problema de la forma y el contenido. Confesé que esta cuestión, en apariencia tan fácil de explicar en pocas palabras, no tardaba en conducirme, sin embargo, a confusiones insolubles, sobre todo al intervenir el hecho bien sabido de que, en la poesía en verdad buena, forma y contenido se funden en una unidad superior, que la nítida división inicial no hacía sospechar.
            El conocedor me escuchó sin impaciencia. Insensiblemente me fui exaltando y acabé por declararle que estaba ya harto de oír a mis amistades, luego de leer los poemas inéditos que yo les enseñaba, comentar infaliblemente que mi escritura estaba viciada por falta de fusión entre forma y contenido, cuando que a mí aquellos poemas no me parecían peores que los de tantos autores, consagrados inclusive. Hasta tuve el mal gusto de citar nombres.
            —Casos de cerrazón como la suya no abundan, por suerte—me dijo con franca sencillez—, pero existe un recurso para que consiga usted, si no captar en profundidad estas cuestiones (para lo cual está usted totalmente negado), cuando menos decidir si un verso dado está bien hecho o no. Es un recurso viejo; casi diría yo que por sabido se calla. Pero reconozco que se usa poco, pues a casi todo el mundo le basta un vistazo para calibrar la adecuación intratextual fondo/forma que a usted se le resiste.
            Pareció reflexionar un poco y decidirse al fin.
            —¿Me quiere escribir algún versos suyo?
            —¿Un poema?
            El experto alzó la mano con singular viveza.
            —No, no hace falta tanto —replicó—; basta con una línea.
            Tomé un papel y escribí con buena letra tipográfica el último verso de mi máximo poema:

Cuando arde él, su eco espera en su ola; él es, no ella, y ya.

—Acepto que a este final no le falta cierta sequedad —observé, sin poder disimular mi malestar—, pero de ahí a decirme que no consigo…
            Me interrumpió con un gesto cortés. Con tanto aplomo como suavidad, sujetó entre el pulgar y el índice de su mano izquierda el comienzo de mi verso, el cual se retorció como presintiendo. El experto, sin embargo, consiguió en pocos segundos atrapar el otro extremo con la diestra y alzó la línea, horizontal y serenamente, hasta la altura de mis ojos.
            El verso se estremecía y chillaba de modo lamentable, como un ratoncito. El experto lo aquietó poniéndolo tenso y empezó entonces a tirar de las puntas, en sentidos opuestos, con vigor controlado. Era impresionante contemplar tanto know-how.
            Me distraje un instante admirando su expresión inescrutable, con los labios algo fruncidos, y de pronto, con un sonar como al dividir por mitad una hoja de timbres de correo, las manos del perito se apartaron súbitamente. De cada una colgaba, oscilando apenas, una frase inerte.
            Él extendió delicadamente la primera sobre el papel. Leí:

Cada deseo se anule en él ya.

—Es el contenido —dijo el conocedor, con la voz más natural del mundo. Depositó entonces, al lado, la otra frase que colgaba de sus dedos hábiles:

Uno reluce, pero al sol, ay.

—La forma —explicó.
Lo miré con asombro.
—Sin que usted se diese cuenta, en su verso forma y contenido estaban trabados, casi podría decirse que mañosamente trabados —ahora recalcaba cada sílaba con severidad —. Una letra del uno, una de la otra… actina y miosina, ¿no…? —sonrió fugazmente —. Forma y contenido se interpenetraban, repito, pero no estaban fundidos como en la poesía bien lograda. Fue fácil separarlos; siempre ocurre así en estos casos. A una buena línea no le pasa lo que a la suya. Se romperá por cualquier lado si se la violenta, y eso será todo.
—¿De veras?
Por toda respuesta, el experto escribió más abajo:

Nel mezzo del cammin di nostra vita

y me invitó a alzar el endecasílabo por las puntas. Me fue fácil, pues no se movió. Pero por mucho que me esforcé, la línea resistía. Él miraba, riendo en silencio. Por fin, de un tirón brutal, logré romperla de mal modo. En la yema del índice izquierdo quedo sólo Nel m, y arrojé los despojos sobre el papel, con repugnancia.
            Hubo una larga pausa.
            —Pues sí… —le oí murmurar, con la vista fija — así son estas cosas…         


Gerardo Deniz

Alebrijes, Ediciones Del Equilibrista, 1992.