A menudo nos repiten que debemos suprimir los adjetivos. Un buen estilo —oímos decir—puede prescindir perfectamente del adjetivo; le basta el arco sólido del sustantivo y la flecha ubicua del verbo. Y, sin embargo, el mundo sin adjetivos es triste como un quirófano en el día de domingo. Una luz azulina se filtra a través de las ventanas frías, zumban en voz baja los mustios tubos fluorescentes.
El sustantivo y el verbo son suficientes para los soldados y los dirigentes de los países totalitarios. Porque el adjetivo es el garante indeleble de la individualidad de los objetos y las personas. He aquí un montón de melones en un tenderete. Para un adversario de los adjetivos la situación no presenta ninguna dificultad. “Los melones están en el tenderete.” Y lo cierto es que un melón es amarillento como la tez de Talleryand mientras discurseaba en el Congreso de Viena, otro es verde, inmaduro y lleno de arrogancia juvenil, y hay uno que tiene la cara chupada y se ha sumido en un silencio profundo y fúnebre como si no pudiera acabar de despedirse de los campos de Provenza. No hay dos melones iguales. Algunos son oblongos, otros rechonchos. Duros o blandos. Huelen a campiña y a amaneceres o están secos, resignados a todo, asesinados por el transporte, por la lluvia, por las manos de unos desconocidos y por el cielo plomizo de un suburbio parisino.
El adjetivo es para la lengua lo que el color para las artes plásticas. Pongamos por caso a ese señor de edad provecta que se sentado a mi lado en el vagón de metro: ¡es una mina de adjetivos! Finge dormitar, pero observa a los pasajeros por debajo de los párpados entornados. Por su rostro vaga una sonrisa guasona que a ratos se convierte en un mohín irónico. No sé si lo que habita en su interior es un desespero apacible, cansancio o un sentido del humor inmune a la acción destructora del tiempo.
El ejército limita la cantidad de adjetivos. Sólo el adjetivo “uniforme” parece complacer sus ojos sin color. Ropa uniforme, carabinas uniformes. Quien, después de unas maniobras, se pone el traje de civil para ir a dar un garbeo por una ciudad de civiles, matices, formas y diferencias con la que saluda el cosmos repleto de individualidades bien marcadas.
¡Viva el adjetivo! Pequeño o grande, olvidado o actual. ¡Te necesitamos, oh adjetivo maltratado por los puristas! ¡Nos haces falta, oh adjetivo moldeable y esbelto que yaces ingrávido, ojo avizor, sobre los objetos y las personas, velando porque no se pierda el sabor vivificante de la individualidad! Ciudades sombrías y calles bañadas en un sol pálido y cruel. Nubes del color de las alas de las palomas y grandes nubarrones rebosantes de ira: ¿qué sería de vosotras sin las alígeras flotillas de adjetivos que siguen vuestra estela?
La ética no sobrevivirá ni un solo día sin adjetivos. Bueno, malo, artero, magnánimo, vengativo, apasionado, noble—he aquí unos vocablos que brillan como la cuchilla de una guillotina.
Y, si no fuera por los adjetivos, tampoco habría recuerdos. La memoria está construida con adjetivos. Una calle larga, un día tórrido de agosto, un portillo chirriante que conduce al jardín y allí, entre las grosellas recubiertas de polvo estival, tus ingeniosos dedos (“tus” también es un adjetivo—sólo que posesivo—).
Adam Zagajewski
Dos ciudades, pág. 298, Acantilado.
Traducción de J. Slawomirski y A. Rubió
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