El pan
Perdonen
que lo diga sin pudor,
pero
mi madre y yo vivíamos en un pueblo
de hambrunas.
Las
carencias
nos
llevaban a todos a una especia de inocencia,
a un vivir
en
el centro puro de nosotros mismos.
Así
es cuando ya no queda nada, salvo
la
postura orgullosa de mi madre
que dormía como saciada.
Cada
cierto tiempo pasaban profetas
que
repetían monsergas en nombre de un dios
prometedor, pero cruel.
Ninguno
trajo lluvia sobre los campos yermos
ni hizo el milagro de una simple lechuga.
Una
tarde se asomó a nuestra puerta
un
extranjero de mirada llameante, otro agorero,
pero
no supimos quién ardía en él, si su dios
o su demonio.
Dijo
llamarse Elías y tenía gran hambre como nosotros.
Se quedó mirando a mi madre
que
en la artesa mezclaba un puñado de harina Santa Rosa
con una cucharada de manteca sin
nombre.
Estoy
haciendo un pan para mi hijo y yo. Lo comeremos
y
después, con la dignidad de los pobres satisfechos,
nos
moriremos de hambre, dijo mi madre
en Reyes 17:12.
José
Watanabe
(Perú, 1945 – 2007)
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