martes, 9 de julio de 2013

De la casa



Asesino


Presta atención, hermano
al silencio de la carretera
que se distribuye generoso
y llega hasta la ciudad.

Observa cómo la sangre cubre
los señalamientos del camino.
Observa cómo chorrea
y llueve tranquila sobre el asfalto.

La ciudad es un gran vicio
que se paga con monedas pobres.
A ti te sirven ahora las monedas,
las mujeres, el alcohol que por cliché
consumes. Hombre sin flores en el pecho.

Y así como olvidas el motivo
olvidas el silencio. Ráfagas de carne contra carne.
Justificaciones innecesarias.
El llanto de la mujer que nunca fue tuya.
El descalabro preciso
con la vasija que contenía los condones
podridos.
Los quejidos del amante
que parecía un ratón enamorado.

Es invierno y los muchachos disfrutan la carretera,
lo recuerdas.
Cristina no debe tardar para entrar en calor, lo recuerdas.
Y es sólo el recuerdo, asesino, lo que queda.

La policía no debe tardar,
no te preocupes.
Tampoco tarda en llegar el verano.



                                                                      Arturo Loera

sábado, 6 de julio de 2013

Sábado de clásicos



Seis paisajes significativos



I

Un hombre viejo está sentado
A la sombra de un pino
En China.
Ve una consólida,
Blanquiazul,
Al borde de la sombra,
Moverse con el viento.
Su barba ondea con el viento.
El pino ondea con el viento.
Así el agua fluye
Sobre la maleza.


II

La noche es del color
De un brazo de mujer:
Noche, la hembra,
Oscura
Fragante y flexible,
Se oculta.
Una charca brilla
Como un brazalete
Que se agita en la danza.


III

Me mido a mí mismo
En un árbol alto.
Descubro que yo soy mucho más alto,
Porque alcanzo directamente al sol,
Con mi ojo;
y alcanzo a la orilla del mar
Con mi oído.
Aún así, no me gusta
La forma en que las hormigas
Entran y salen de mi sombra.


IV

Cuando mi sueño estaba cerca de la luna
Los blancos pliegues de su falda
Se llenaron de luz amarilla.
Las plantas de sus pies
Enrojecieron.
Su cabellera se llenó
De azules cristalizaciones
Provenientes de estrellas
No lejanas.


V

Ni todas las cuchillas de los postes,
Ni los escoplos de las largas calles,
Ni los mazos de las cúpulas
Y altas torres
Pueden tallar
Lo que puede tallar una estrella
Cuando brilla a través de las hojas de parra.


VI

Los racionalistas, con sombreros cuadrados,
Piensan, en estancias cuadradas,
Mirando al suelo,
Mirando al techo.
Se limitan
A triángulos rectángulos.
Si intentasen romboides,
Conos, sinuosidades, elipses
-Como, por ejemplo, la elipse de la media luna-
Los racionalistas llevarían sombreros.




                                                                         Wallace Stevens
                                                                         (Pennsylvania 1879 – Connecticut 1955)

lunes, 1 de julio de 2013

Lunes de locales y nacionales



EL QUIJOTE DE TOMÓCHIC

Nada hay para quemarse en el desierto, excepto por el cielo.
     Por eso el amplio cielo
de Chihuahua
es un enorme incendio sin humo ni cenizas. Es un quemarse
     largo sin crepitaciones
que no conoce márgenes ni ruido. Nada hay en el incendio
     sino el incendio mismo. El cielo de la sierra
de Chihuahua
es una espada blanca, insomne, interminable, que cuelga
     vertical desde lo alto. Si en tu juicio prendiera su fuego
     silencioso, si su ruego incendioso despertara, verías también
     alzarse a la santa de Cabora, verías también surgir a
     sus rancheros, apóstoles del Winchester en ristre, cabalgando
     entre el fuego
celeste
de Tomóchic.

Hay que detener esto.

Tiene dieciocho abriles Teresita. Y ya es fuego en el cielo.
     Nunca he estado en Cabora, que está a siete jornadas de
     Tomóchic. Nunca he estado en Cabora, pero dicen
que Teresita es llama que sana a los baldados, que da vista a
     los ciegos y razón a los necios. Dicen que Teresita nunca
     ha estado en Tomóchic, pero que lo conoce como a su
     bajo vientre: puede ver en su ombligo la fuente pequeñita
de la calle central, y el bosque de huizaches rizados que hay
     al sur, ensortijándole la ruta al pubis. Lo jura por la cruz, lo
     jura Cruz. Cruz Chávez trae el fuego
del cielo en la garganta. Dice que Dios lo dice. Cruz lo dice.
     Misma cosa la lengua, el corazón, misma cosa la lengua
incendiada de nubes, de tierra arrebatada, de Creel y de Terrazas
     en su infierno sin fuego: lengua helada, lengua sin
     corazón. que lo repita el rifle que carga y que descarga,
     que lo repita el rifle
de
repetición. Hay que detener esto.
             
                                     Ay, santa de Cabora, Teresita,
                                         dile a don Luis Terrazas
                      que en vez de tierra en su camino hay brasas.

                             Anda, Teresa Urrea, mi muchachita
                                          convertida en fusil,
                           dile que aquí te espero, Enrique Creel.

Hay que detener esto: el incendio de rifles en el cielo. Hay
     que borrar del mapa sediento de Chihuahua
el nombre de Tomóchic, extinguir hasta el polvo su sermón
     de balazos,
su delirante prédica de rifles, el nombre de su santa, el nombre
     de ese fuego de sus cielos, el nombre de su voz.

Ocho años más y empieza el siglo veinte. El incendioso cielo,
     la santa de Cabora
y, en su sexo Tomóchic, parece incompatible
con la noción científica del orden. Y sin embargo arriba, el
     cielo de Tomóchic
arde en el vientre joven de la santa, arde garganta adentro de
     Cruz Chávez, arde centuria rústica de rifles, arde sólo en
     cien rifles erizados de gritos
que se figuran santos. Hay que detener esto.

                           Viene Cruz contra Cruz, con tropa buena,
                                          truena, galopa y Cruz,
                                          galopa y truena.

                           Viene el general Cruz con buena tropa,
                                            todo Felipe Cruz
                                            truena y galopa.

Hay que decirlo de una buena vez: el general que envían, el
     cruel Felipe Cruz, el implacable
veterano de tantas y de tantas, viene a bajar del cielos los fuegos
     de Tomóchic, a preñar a las niñas y a colgar a los
     hombre, y a colgar a las niñas preñadas por sus hombres,
     viene a bajar del cielo hasta las chozas
el fuego de Tomóchic, a tirar su edificio de piedras incendiadas
hasta fundar aquí las ruinas de Cartago. Hay que decirlo de
     una buen vez: el general Felipe
ha sido amigo íntimo del Dios de los Ejércitos, peleó unto
     con él la Guerra de Reforma, y su esposa y se esposa son
     comadres: La madre de sus hijos es madrina, nada menos
     que del hijo de Dios.
Dicen que bebe un poco. Dicen que ha consumido litros de
     fuego blanco,
que con su sola boca, litros de sol quemante, desde que con
     sus tropas dejó Ciudad Guerrero, antes Villa Aguilar

                            Ay, Teresita santa de Sonora,
                                     ciégalo con tu luz
                        y enloquece al pelón Felipe Cruz.

                            Ay, santa Teresita de Cabora,
                                   conviértete en sotol
                   y haz que le ardan los sesos con el sol.

Y sí: Felipe Cruz, el general, expuso la cabeza, ya llena de
     sotol, al hachazo del día. Y entonces, para colmo, salió
     también la luna: Entonces Teresita de Cabora, convertida
     en sotol se le metió al cerebro. Entonces vino un fuego de
     leyenda, molinos de maíz, ejército de sanchos. Al tocar las
     afuera de Tomóchic, mandó Feliz Cruz cargar contra
     una milpa
cortarle la cabeza a cien elotes, cien apóstoles locos disfrazados
     con granos amarillos, con máscaras perfectas de mazorca
y olor tierno a cosecha, que a él no lo engañaban.

Quijote federal y analfabeto, no borracho de libros más borracho,
     andante caballero, Felipe Cruz, cruzado, creyó arrastrar
     por los cabellos
sin excepción a todas
las dulcineas rancheras del Toboso Tomóchic (y en su puño
     quedaron sólo pelos de elote).

Y sus soldados, nada, ¡disciplina! Ejército de panzas. Mi general
     ordena
la carga de los sables, y por mí, pues mejor. Si él dice que
     vencimos, pues vencimos. Ésas son las batallas que me
     gustan: Victoria coronada con esquites.

Al día siguiente en Palacio Nacional, el Dios de los Ejércitos
     recibió un telegrama: “Las armas nacionales se han cubierto
     de gloria. Punto. Sometimos Tomóchic sin una sola baja.
     Punto. No hicimos prisioneros”.

El Dios de los Ejércitos debió sentir adentro
un incendio de cielos igual al de Tomóchic, un incendio de
     rabia sin márgenes ni ruido, cuando supo que el parte que
     enviaban de Chihuahua
no era más que un delirio de borracho.

¿Puede Dios Padre mandar fusilar
incluso a su compadre? ¿Puede saciar su sed con degradarlo
con arrancarle estrellas y galones, y enviarlo a un calabozo
     de San Juan de Ulúa
por el resto del siglo?

                              Ay santa Teresita de Cabora,
                                      protege al general
                         con un largo delirio de mezcal.

                      No dejes que le llegue ya su hora,
                                  ni desoigas su ruego.
                 No le quites de adentro nuestro fuego.



                                                                         Oscar de Pablo
                                                                        (Ciudad de México, 1979)



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El baile de las condiciones
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del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
Primera edición en Práctica Mortal: 2011