Ladrido de peces
El ángel jalaba mi energía. Mi energía como una
piel, un lienzo de túnica, una cobija, mano flácida al final del brazo, cuerpo
de suicida que pende al cabo de su cuerda. El Ángel jalaba como en el juego de
la soga. El ángel de un lado, yo del otro. Un péndulo oscilando entre la sombra
y la luz. “No quiero ir a los túneles de Gaza”, le digo. A los dos gatos, a mi
esposo y a mí, nos sembraron en medio de las sábanas, quiero quedarme aquí, no
a donde silban las balas, no en otra parte donde abren cuerpos como ostras al
paso del cuchillo.
No quiero ver la película de horror, en su versión
snuff. Y al mismo tiempo —cómo es la vida de terca, la belleza de inmortal— una
flor crece en el desierto de Chihuahua, dibujando desde su cama de arena, con
sus pinceles de clorofila, la estela diminuta de un avión supersónico (despega
vertical hacia el cielo, como si quisiera alcanzar a Dios).
El ángel de un lado, yo del otro. Un péndulo
oscilando entre la sombra y la luz.
Francoise Roy
(Québec, 1959)
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